24 de septiembre de 2014

La inmensa minoría, Miguel Ángel Ortiz

Las leyes del karma son claras: si un amigo te nombra en la sección de agradecimientos de su novela, haz algo para mostrarle tu gratitud. Por tanto, aprovecho que La inmensa minoría salió a la venta la semana pasada, para contribuir con mi granito de arena a su difusión. Además, yo no puedo criticar esta novela porque, de algún modo, el Pista, Chusmari, Retaco, Mari Luz, Laia y compañía forman parte de mi vida desde hace tiempo. Hablar mal de ellos sería como hacerlo de alguien a quien tienes aprecio.

Lo suyo es que sean otras personas, más neutrales, quienes hablen sobre los méritos o deméritos de lo que esta novela cuenta, que es mucho y variado. ¿Y qué cuenta La inmensa minoría? Pues habla de lo que puede marcarle a uno un barrio como Zona Franca  —periferia de Barcelona—; de la función del instituto, el bar, las aceras de la calle o el equipo de fútbol como instituciones educativas y lugares donde forjarse una identidad; de la música como una manera de narrarse a uno mismo; de las primeras parejas, del machismo adolescente, de las familias que se rompen o de los negocios familiares que se hunden debido a la crisis; también del Mundial de 2010, del asunto del nacionalismo o del 15-M. Por hablar, esta novela habla incluso de para qué sirve leer: para entender mejor las letras del Robe Iniesta.

Como sostiene Constantino Bértolo —el editor de Fuera de juego, la  novela anterior—, La inmensa minoría muestra a unos personajes «en el punto exacto de la adolescencia: ese momento biográfico en el que algunas posibilidades se cierran, otras se abren y la vida empieza a ser, para bien o para mal, algo inevitable». La novela capta ese momento en el que consiguemos nuestros primeros triunfos, pero también donde debutamos en el arte de fracasar y vemos cómo algunas de nuestras ilusiones se desmoronan. Por eso, dice Bértolo, esta es «una novela sobre el resplandor de la suciedad y sobre los afilados brillos del desencanto existencial».

Al final de la contratapa, aparecen varias referencias para incardinar La inmensa minoría en una determinada tradición literaria: Tomás Salvador, Mercè Rodoreda, Luis Goytisolo, Juan Marsé o Francisco Casavella. Por ampliar el foco, en mi opinión, La inmensa minoría también recuerda el aire de periferia urbana que había en El Bola, las conversaciones rápidas e hilarantes de los chavales de Barrio, algo del toque musical que hizo Historias del Kronen tan reconocible para una generación —si bien esos personajes eran mayores que el Pista y compañía— o esa capacidad que tenía Pelotas —serie divertida y poco valorada— para radiografiar un barrio y una manera de entender la vida a través del fútbol. En fin, todo sea por sumar y aportar ideas a la lectura de la segunda novela de Miguel.

Por último, transcribo 3 pasajes por si alguien tiene curiosidad y se anima a entrar en La inmensa minoría. Y aquí enlazo una entrevista que le hice al autor a propósito de Fuera de juego.




I

[...] Cada año había tenido su ritmo, sus letras. Yo me había enganchado a las de Extremo en Secundaria, el año que sacaron el recopilatorio Grandes éxitos y fracasos. Las canciones eran de discos anteriores que, poco a poco, me fui aprendiendo de memoria en los cuatro años que estuvieron sin sacar nada nuevo. Los dos últimos cursos de la ESO fueron los de La ley innata. Aunque el disco había salido en tercero, en cuarto lo seguíamos escuchando como el primer día. Aquel fue el último CD original que el hermano del Pista se compró, el último que coleccionó. Lo escuchamos más de mil veces. Como con los anteriores, me acabé sabiendo todas las canciones de memoria. Cada palabra del Robe me estallaba en la cabeza, me corría por la espalda como un calambrazo. Me retorcía algo dentro. Ningún otro cantante componía letras como las suyas. Acostumbrado a escapar de la realidad, perdí el sentido del camino y envejecí cien años más de tanto andar perdido. Escuchábamos al Robe como no lo hacíamos con ningún otro adulto.


II

Al Pista, el mote le venía de pistacho. Desde pequeño, en el barrio le decían que tenía la piel del color de la cascarilla que recubre los pistachos. Tostada de sol en verano y en invierno. En letras azules, llevaba su mote tatuado en el antebrazo izquierdo. El punto de la i era una estrella de cinco puntas. Debajo, en número romanos, la X de su dorsal en el Iberia: el diez. Desde que le conocía, había tatuado su nombre en todo lo que pillaba: en los libros de texto con bolis de colores; en las mesas del colegio, con el compás; en las paredes, con la punta de las llaves o con rotus.

Pista, Pista, Pista.

El Peludo y el Chusmari vivían en la calle paralela a la nuestra. Al Peludo le llamábamos Peludo porque su madre tenía una peluquería en el barrio y él odiaba cortarse el pelo. Lo llevaba largo, liso, con la raya en el medio. Cuando éramos más pequeños, cada vez que su madre le obligaba a cortárselo, el Peludo se encerraba en casa y no salía. Al día siguiente, en clase, todavía le duraba el cabreo y se pasaba horas sin hablar. Y eso que su madre solo le recortaba las puntas. El Pista le vacilaba un poco: Ya era hora de que se te viera el pelo, o cosas del rollo; pero el Peludo ni le miraba. Como se nota que eres hijo único, le jodía el Pista rascándole la cabeza para que saltase. Y tú un hijoperra, le soltaba el Peludo.

Lo de Chusmari era más simple: venía de una mezcla entre Jesús Mari, su nombre, y chusma. Era gitano y, para la mayoría de los gitanos, el Chusmari era chusma. Para nosotros era un tío noble, amigo de sus amigos. Tenía los ojos oscuros como la noche, la piel del color de la tierra mojada y el pelo negro y grasiento. Lo llevaba cortado a lo cenicero, las puntas teñidas de amarillo canario. Aunque todos le comíamos la olla para que cambiase de peinado, a él le molaba su rollo. Aparte del peinado, para nosotros, de chusma tenía muy poco.

A mí, en todo el barrio, me llamaban el Retaco. Porque era un retaco, sin más. Incluso algunos profesores me llamaban así en vez de por mi nombre. Solo los que habían compartido clase conmigo o me conocían desde pequeño sabían mi nombre; la mayoría de la gente en el instituto no tenía ni idea. Dependiendo de quién lo dijera hasta se me hacía raro escucharlo. Mi padre odiaba que me llamasen Retaco. Cuando picaban al portero, si por cualquier cosa atendía él y le preguntaban por el Retaco, mi padre se encabronaba y les decía: Aquí no vive ningún Retaco, aquí solo vive el Roger. Y les colgaba el telefonillo.


III

Cuando empezó el calor, el Pista me pidió que le cortara el pelo. Había robado una máquina de rapar en el Carrefour del Gran Vía 2. Había trapicheado con el segurata al que su hermano le vendía el tate y el tipo le había dejado salir con ella. Sin la caja, con la maquinilla metida en los huevos.

Quería que yo le cortara el pelo.

Le dije que no sabía.

Me dijo que lo había visto hacer millones de veces en la peluquería de la madre del Peludo. Me dijo:

Tienes los mismos ojos que las cámaras de fotos.

Y me dio la máquina. Le corté el pelo en su habitación. Se quitó la camiseta y me dijo que quería una cresta; así que le rapé los laterales al uno y le recorté la cresta con las tijeras del pescado de su madre. A trasquilón limpio. Él, sentado en una banqueta, se fumó varios cigarrillos mirándose en el espejo. El humo se deshacía en sus labios, le nublaba los ojos mientras los mechones de pelo caían sobre sus hombros desnudos y oscurecían el suelo de la habitación. Cuando terminé, se puso de pie y se acercó al espejo.

Estoy listo, dijo con medio cigarro bailándole en los labios.

Me había quedado una cresta de puta madre.

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