17 de mayo de 2015

El comité de la noche, Belén Gopegui (parte 1)


Hace unas semanas, le escuché decir a Naomi Klein que nos han enseñado a imaginar que esto no se puede cambiar. Lo dijo de buena mañana, en la radio, mientras yo desayunaba unas tostadas y el locutor comentaba que la escritora canadiense había venido a Madrid para presentar su última obra, Esto lo cambia todo. Un libro que, en palabras de quien la presentaba, completaba la trilogía contra el capitalismo que habían abierto No Logo y La doctrina del shock.

Es curioso lo que sucede en este país: alguien como Naomi Klein critica la impiedad del capitalismo en los medios patrios y, sin embargo, nadie la acusa de querer construir una Cuba, una Venezuela o una URSS en su Canadá natal. Lo mismo sucede con Susan George o algunas otras voces que llevan más de una década advirtiéndonos de que veníamos por el sendero equivocado. Ahora bien, si eso mismo lo hace una activista o una intelectual española —véanse los nombres que aparecerán más abajo— la cosa deja de ser cool y se convierte en peligrosa, en panfletaria.

Pero, bueno, no quiero irme —ahora— por esas ramas; regreso al tronco: Naomi Klein y esa idea que otros nos han inoculado de que esto no puede cambiar. He ahí, digo, una mujer y una férrea voluntad, demostrada libro tras libro, de construir una idea de cambio. De volver posible la existencia de alternativas.

Sigo con más radio, con más mujeres.

El domingo pasado me descargué un audio de Carne Cruda, una radio que funciona a través de internet. Quería dejar preparadas varias comidas para la semana entrante y opté por amenizar mi estancia en la cocina con un programa que tenía pendiente escuchar; el de la entrevista con Manuela Carmena, candidata por la plataforma Ahora Madrid a la alcadía de la capital del Reino, y con Ada Colau, candidata por la plataforma Guanyem Barcelona a la alcaldía de la Ciudad Condal. Entre los silbidos de la olla exprés, de repente, escuché a la admirable —permítaseme adjetivar a lo Homero— Ada Colau sostener una idea similar a la de Naomi Klein: 
Estamos en un proceso de cambio. El horizonte está abierto, afortunadamente. Llevamos décadas donde nos habían cerrado el horizonte, donde nos habían dicho que se había terminado la Historia, que el neoliberalismo había triunfado en el planeta y que las cosas no podían ser de otra manera... Y se nos había hecho un relato donde se nos cerraba la idea de alternativa, de utopía; se nos negaba la capacidad de imaginar y de soñar. Y eso nos ha llevado a la peor de las pesadillas. Esa versión única nos ha llevado al desastre, nos ha llevado a la estafa generalizada, nos ha llevado a la situación en que estamos hoy [...]
Otra mujer, la misma voluntad de construir una idea de cambio.

También otra trayectoria intelectual coherente y sólida como constructora de cambios posibles. Lo que han conseguido la PAH y ella en estos últimos años merece el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, el de la Concordia y el de Humanidades. Los tres. Y hasta el del Literatura: la Plataforma Antidesahucios ha sido la mejor metáfora de que esta situación que vivimos la podemos cambiar. Sin embargo, como Colau ni es canadiense ni francesa, su anticapitalismo fue saludado enseguida por el Gobierno inventándole unos vínculos proetarras... En fin, «Somos como somos», que diría ese gran lector del Marca que es nuestro presidente y quien, a diferencia de Klein o de Colau, como su ministro Montoro, prefiere la economía a la empatía.


Belén Gopegui y su idea de cambio (revolucionario)

Con las entrevistas de Klein y Colau en la cabeza, acudí esta semana a los apuntes que había tomado hace algunos meses sobre El comité de la noche (Random House, 2014) y subrayé de nuevo tres fragmentos. Los tres son obra de Álex —la narradora de la 1.ª parte de la novela—, quien acaba de perder su empleo, se ve arrojada por la actual crisis económica a la precariedad y a sus 40 años debe regresar con su hija a vivir a casa de sus padres. Es una persona con inquietudes sociales y con cierta trayectoria como militante, así que se reúne periódicamente en asambleas con otras personas como ella para charlar y acordar acciones (aclaro esto último para contextualizar mejor los fragmentos).

Esos tres fragmentos dicen así:
                                                    
Vivimos en un compás de dos tiempos entre lo real y lo posible que queremos hacer real, respiramos así. ¿Lo imposible? Lo imposible es una provincia de lo posible, la más remota, pero existe y a veces se alcanza.

                                                            *
Nos hemos mirado porque en realidad discutimos con nosotros mismos, él piensa como yo y yo como él. Además, decimos, dos reuniones, una mani, una asamblea: no es tanto. Cansa pero comparado con la guerrilla o con ser un refugiado..., no seguimos porque no conocemos esas vidas, de las nuestras decimos que lo que más nos cansa es no creer, es el miedo a que solo prevalezcan las resistencias simbólicas. Y aunque sabemos que nunca son únicamente simbólicas, que los momentos compartidos quedan y que la fuerza sale de haber luchado en común pues no es al revés, no se tiene primero la fuerza; aunque lo sabemos, también sabemos que, en el otro lado, la fuerza está depositada en inmuebles, redes económicas, vetas de capital acumulado. Recordamos, no obstante, las veces que hemos gritado todos y todas sin miedo: «Sí se puede». Porque al final, el capitalismo siempre trata de que no hay transformación posible.
                                                             *

No hablamos para ponernos de acuerdo. Hablamos solo para mostrar lo que traemos y que cada uno o una tome aquello que le pueda servir. Sí, claro, muchas veces una teoría contradice a otra. De una teoría se derivan tácticas y acciones distintas. Pero lo que tratamos de averiguar es si son compatibles. Con honestidad, sin escabullirnos, lo cierto es que hemos ido viendo que a menudo lo son.

Cambiar las cosas ahora para que si un día logramos tomar de algún modo el poder nos hayamos dotado de prácticas y comportamientos que nos impidan repetir el modelo contra el que combatíamos. O bien, concentrarse en cambiar el poder porque será cuando la presión sobre nuestras vidas sea levantada cuando podamos imaginar y construir instituciones en las que nuestros comportamientos y nuestras prácticas no se amparen directamente en la explotación. Este es uno de los debates eternos, tierra y libertad, hacer cooperativas o ganar la guerra. Y, sin embargo, ¿es que no combatieron quienes hacían comunas, y es que no dieron sus vidas por un lugar donde las cooperativas sin explotación fueran posibles quienes apostaban por ganar la guerra?

No nos importa decidir entonces qué habría sido mejor, sino avanzar. Porque si hubiera habido más personas en ambas opciones, se habría conseguido todo. Aceptamos las dos líneas de trabajo y que cada uno o una participe en acciones que secunden cualquiera de las dos. ¿Es pasteleo? En cierto modo, lo es. Podemos suponer que llegará el momento en que una decisión concreta deba ser tomada y en esa decisión no quepan las dos opciones. Por eso gastamos hora y media en hablar, para que cuando el momento llegue y la decisión deba tomarse, todos y todas hayamos encontrado algún motivo que nos permita secundarla tanto si va en un sentido como en el otro ya que, pensamos, se tratará de una decisión honesta y temporal.

Belén Gopegui: una tercera mujer, y la misma férrea voluntad que Klein o Colau por construir un imaginario colectivo que nos permita como sociedad imaginar que sí, que existen alternativas viables a este capitalismo precarizante y lesivo para la dignidad de tantas personas. Hay que ser realistas y pedir lo imposible, que se decía en el 68 francés.


El arte sí es útil

Para llegar a esa remota provincia que el poder se obstina en llamar Imposible, según El comité de la noche, lo primero que debemos hacer es fracturar la muralla en que otros han encerrado la idea del cambio. Hay que buscar grietas por donde infiltrarse en ese pensamiento dominante y antisocial. En esta novela la brecha se encuentra en la compra-venta de sangre:
—No somos bacterias, Gustav, somos personas.
—Personas que viven en el mercado. ¿Por qué estúpida cuestión simbólica excluir la sangre cuando compramos y vendemos todo?
(Quien precise una sinopsis de la novela, pase por ejemplo por aquí, por la contratapa del libro.)


En conjunto, la obra literaria de Belén Gopegui nos dice que la ficción  es una herramienta útil en ese proceso de construcción del camino hacia esa remota provincia llamada Imposible. Una provincia que, según leemos en su antología de ensayos Rompiendo algo (Universidad Diego Portales, 2014), podría ser un lugar donde seamos capaces de construir «una sociedad cuyo punto de partida fuese la educación y su destino la amistad». Y una provincia a la que tardaremos siglos en llegar si persistimos en construir sociedades cuyo punto de partida sea la competencia —casi nunca la colaboración, el cuidado o la solidaridad— y cuyo punto de destino sea salir en la tele, hacer cola para comprarse un iPhone o el lucro personal por encima de cualquier otra cosa.

Educación, amistad, utilidad, política... A esta altura, más de un refinado y sofisticado lector de Oscar Wilde, Paul Auster y otros panegiristas de la inutilidad del arte deben de estar horrorizados. Bien, de eso se trata, según leemos en «Creación revolucionaria y cerveza helada», para Gopegui: de confrontar directamente con ese tipo de pensamiento inutilista del arte, y que algunos prestigian tanto.
«Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad?». Digo esto sin apenas ironía. A mí también me gusta hablar del encanto de lo inútil. Aunque pienso que si un hombre se está ahogando y ve pasar cerca a varios músicos de los cuales ninguno se tira al agua ni le arroja una cuerda o un trozo de madera sino que entre todos se ponen a tocar para él un cuarteto maravillosamente inútil, pienso que a ese hombre no le cabría ninguna duda acerca de qué es lo que tiene de malo la inutilidad.  
La cuestión está en la medida, en la proporción: existe —y debe existir— espacio para lo inútil e intrascendente en la vida, en el arte, en las páginas de cualquier novela; ahora bien, ¿qué sucede cuando el discurso de lo inútil es el dominante, el que abarca más esferas sociales y cala más profundo? ¿A quién benefician esos discursos donde se habla de lo maravilloso que es y hasta lo imprescindible que resulta que el cine, el teatro, la pintura, la música o la literatura sean inútiles, neutros? ¿Hasta dónde una sociedad como la nuestra se puede permitir un arte inútil?


Literatura transformadora

Vivimos en un mundo que no es neutral, que privilegia el discurso económico sobre todos los demás. De ahí que Gopegui subraye en Rompiendo algo este pensamiento de Josefina Ludmer, crítica literaria argentina:
...hoy «todo lo cultural [y literario] es económico y todo lo económico es cultural [y literario]».
Ahí está delimitado el campo donde el arte, sea el que sea, libra su batalla. Y, por tanto, alguien con un compromiso político como el de Gopegui no puede escribir ajena a todo ello, pensando solo en escribir bonito —elegantes y melodiosos fraseos, exquisitos guiños metaliterarios, estructuras delicadamente armadas, una paranomasia por aquí, una hipálage por allá, etc.—, pues sería una estrategia de escaso recorrido político, una contribución bastante inocua a la hora de transformar la realidad. Y conviene recordar que para ella, muy brechtiana en estas cosas, ese es el objetivo último:
Una vez más, no se trata de que el burgués pueda ver caballos azules mientras que el proletario ve animales a los que tiene que almohazar, enjaezar, conducir, herrar, matar. No hay mientras que. Hay un punto de vista que permite conocer la realidad y transformarla. Y otro punto de vista que, todavía hoy, solo permite justificarla. La pregunta del mundillo intelectual, la pregunta de los tuis, la pregunta de la supuesta clase media, la pregunta de los explotados que se mueven todavía en el ámbito de los dominantes, siempre ha sido [esta]: ¿pero por qué?, ¿por qué hay que transformarla?
De ahí que para Gopegui escribir bien consista, entre otras cosas, en construir buenas novelas que no alimenten el discurso y los valores del enemigo que combate, es decir, los del capitalismo. Y por eso su literatura recupera la idea de que la ficción también puede servir para sembrar «instantes concentrados de posibilidad» en las conciencias de sus lectores. Gopegui, parafraseando al militante eslovaco Uno que aparece en El comité de la noche, se autoexige novela tras novela que sus ficciones actúen como «una herramienta no neutral de la lucha de clases».

Aclarado todo esto, se puede entender mejor la incomodidad que generan sus novelas en muchos reseñistas patrios. ¿Dónde ha quedado aquella chica que los enamoró con sus dotes líricas a los 30 años en La escala de los mapas, su primera obra? ¿Quién es esta señora de 51, con tantas novelas notables en su trayectoria, que podría escribir tan —pero tan— bien y que, sin embargo, se empeña en usar su literatura, en vez de para describir el mundo, para intentar transformarlo?

*

Continúa en esta otra entrada.

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