23 de agosto de 2015

Literatura de izquierda (y 3), Damián Tabarovsky

Esta entrada concluye la serie de tres dedicada al ensayo Literatura de izquierda (Periférica, 2010), de Damián Tabarovsky. Por aquí se accede a la primera y a la segunda parte de este texto.

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Flaubert, capitán del nuevo surf izquierdista (parte 1)

Dejo la polémica en la recepción del libro. Vuelvo sobre mi lectura, sobre mis idas y vueltas con él.

Algo que me ha generado extrañeza las dos veces que he leído Literatura de izquierda es la presencia de Flaubert como referencia central de la vanguardia surf tabarovskyana (no menos de 30 páginas se lleva en este ensayo). Visto el aire despreocupado y festivo con que escribe Tabarovsky, y visto que eso mismo es lo que parece pedirle a la literatura de vanguardia, me ha costado entender el porqué de su fijación con el autor de Madame Bovary, un artesano y orfebre del lenguaje que limaba obsesivamente las oraciones hasta conseguir la melodía perfecta. Y, sobre todo, un autor al que me cuesta ver aceptando el programa tabarovskyano de una literatura que sea «un descanso, un pasatiempo, un extravío».

Flaubert era algo tremendista con la literatura. Lo explica, por ejemplo, Roland Barthes en su —plomizo— ensayo «Flaubert y la frase», donde nos dice que este clásico universal entendía la escritura como un «sufrimiento indecible» y «casi expiatorio» o que escribir le exigía «un irrevocable adiós a la vida». No hay medias tintas ni tiempo para la relajación con Flaubert: hoy te cuenta que «escribir es vivir» y mañana —siempre siguiendo a Barthes—  que «la escritura, no su publicación, es el fin mismo de la obra». Quizá el punto culminante de esta suerte de congoja mística que experimenta el gradocerista Barthes con su compatriota sea este:
[...] a los ojos de Flaubert desaparece la oposición misma de fondo y forma: escribir y pensar son una sola cosa, la escritura es un ser total. 
En fin, leído de este modo, me cuesta ver a Flaubert como presidente del club de surfistas tabarovskyanos.

Eso sí, el ensayo de Barthes aporta un par de pistas relevantes a la hora de entender algunos aspectos de la literatura que defiende Tabarovksy. La primera es que el semiólogo francés dedica medio ensayo a perorar sobre cómo corrigen los escritores; según él, el conjunto de correcciones que estos introducen en una frase puede agruparse en tres categorías: sustitutivas, supresivas y aumentativas. Pues bien, dado que el «ideal clásico del estilo» lo representan las cualidades de la claridad y de la concisión, quienes, como Flaubert, buscan la perfección, usan casi toda su energía en las dos primeras operaciones y casi nunca la tercera. Las obsesiones típicas de estos escritores son evitar la repetición de palabras, encontrar la palabra exacta o cómo enlazar de manera fluida una idea con otra. De algún modo, puede decirse que para ellos corregir es reducir.

Y esta última es una convención muy extendida en los talleres literarios y amplificada por escritores y escritoras de todo pelaje (hasta Stephen King habla de ello en Mientras escribo...). David Foster Wallace llamaba a eso algo así como raymondcarverización de la literatura, y juzgó que ese discurso era tan dominante en la literatura que debía pelear contra él escribiendo novelas de mil páginas. A tenor de lo que explica Tabarovksy en esta entrevista, él corrige sus textos aumentándolos —o al menos agregando más texto del que suprime— y le parece que la digresión es consustancial a la literatura. Es decir: como Foster Wallace, parte del respeto flaubertiano por la frase, pero se rebela contra la estandarización procedimental que aqueja a la literatura desde su enseñanza hasta su comercialización.

Vale, lo reconozco: es una manera enrevesada de llegar desde Flaubert a Tabarovksy por la autopista de Barthes... Pero, bueno, es una manera.


Flaubert, capitán del nuevo surf izquierdista (parte 2)

La segunda puerta de acceso está en la conclusión del ensayo de Barthes. Dice así:
[tras Flaubert y Mallarmé] el hermano y guía del escritor no será más el retórico, sino el lingüista, aquel que pone en evidencia no las figuras del discurso sino las categorías fundamentales de la lengua.
Es decir: Flaubert es el punto de partida de una evolución que ha permitido que apareciesen escrituras vanguardistas como las de Mallarmé, Joyce, Robbe-Grillet, Sarraute, Roussel o Becket. Lo que dice Barthes es que, de algún modo, el avance por la vía retórica está ya agotado y que a partir de ahora menos hacerte el Juan Madero en Los detectives salvajes preguntándote qué es un polipote, una hipálage o una epaniplosis y más saber qué es el grado cero de la escritura o un rizoma antes de sentarte a escribir un poema, un cuento o una novela.

Tabarovsky más o menos viene a decirnos que por esa vía barthesiana se llega hasta la escrituras abstractas de Copi, Héctor Libertella, Osvaldo Lamborghini o César Aira. Y que, para continuar por ese camino, además de una erudición abrumadora para justificar en público el porqué de tu sintaxis alocada, tu vocación por lo absurdo o decir cosas como que tus personajes son las ideas, estaría bien añadir una dosis de actitud polémica en el ágora y otra de ligereza surf a la hora de escribir... En algún momento, la literatura fue algo palpitante y festivo, y estaría bien que volviese a serlo.

A pesar de mi esfuerzo, me sigue costando ver a Flaubert sentado a la misma mesa que Copi o Aira (quien incluso alardea de no corregir y que, como mucho, deja que una novela corrija a la siguiente...).

Asimismo,  me cuesta horrores ver a Flaubert como paradigma de ese arte peligroso que pretende fomentar Tabarovsky. Vale, quizá don Gustav inventara el «monstruo del lenguaje»; quizá el juicio al que lo sometieron explique su capacidad para romper algunas convenciones; quizá sin él la literatura hubiera avanzado más despacio... Quizá, quizá, quizá. Ahora bien: su discípulo Guy de Maupassant nos dejó explicado bien clarito que, en todo caso, el arte de Flaubert fue más peligroso para él y su familia que para los burgueses (por quienes decía sentir horror, pero con quienes compartía el gusto por los manjares delicados).

En Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert (Periférica, 2009), Maupassant nos detalla que la única pasión de su amigo eran las letras, que «prefirió amar completamente solo, lejos de su amada, y escribirle, rodeado de sus libros, entre dos páginas de prosa», que padecía de una «misantropía triste» o que «casi todas sus aventuras fueron mentales». También, por supuesto, que Flaubert vivió buena parte su vida con su madre (quién si no le iba a cocinar, cuidar, etcétera).

Por tanto, vender a Flaubert, que a duras penas vivía en comunidad y vivía por escrito, como alguien peligroso para el Sistema me parece... mucho vender. De hecho, me causa admiración tanto énfasis revolucionario-tabarovksyano en la lucha sin cuartel contra el lenguaje sin pararse a pensar ni siquiera por un momento de qué sirve, como en el caso de Flaubert, romper unas convenciones literarias si estás perpetuando las sociales... O si ni siquiera eres capaz de empatizar demasiado con el prójimo.

Habría que preguntarle, digo, su opinión a Louis Colet, quien debió de terminar bastante harta de que el aspirante a clásico universal, además de distante en lo físico, fuera un neurótico egocéntrico que solía escribirle sobre sí mismo y que cada dos por tres le endilgaba pensamientos como «La frase me embriaga y pierdo de vista la idea», «Nadie está más alterado, atormentado, agitado, destrozado [que yo]» o «Me agoto en la realización de un ideal absurdo». O pasajes monumentales, como este:
Me dices que lea no sé qué número de la Revue des deus mondes. «No tengo tiempo de estar al corriente» (frase de mi querido profesor de historia, Chéruel). Dos horas para las lenguas, ocho para el estilo y por la tarde, en la cama, una hora para la lectura de un clásico cualquiera. Me parece razonable. ¡Ay, cómo me gustaría tener tiempo para leer! ¡Cómo me gustaría dedicarme un poco a la historia, que suelo devorar tan bien, y un poco a la filosofía, que me divierte tanto! Pero la lectura es una sima; de ella no se sale. Me vuelvo ignorante como un cubo. ¡Qué importa! Hay que rasgar la guitarra, y es duro, es lento.
Nótese que Flaubert no contempla ni el sexo ni cualquier otra actividad que implique relacionarse con humanos.

En fin, la obra de Flaubert transformó... la literatura. Y si me fío de Roland Barthes, Guy de Maupassant o de la propia correspondencia del autor, en todo caso, si alteró la vida de alguien, fue la de las personas cercanas que tuvieron que soportarlo y aprender a convivir con él. Y si alteró algo más allá de la literatura, debió de ser bastante poco porque ni siquiera el propio Tabarovsky lo menciona en su ensayo.

Vamos, que no veo al Poder preocupado por un país lleno de émulos de Flaubert trabajando para, como le gusta argumentar a Tabarovsky, generar cortes en la cadena lingüística, extender esa anomalía al resto de su comunidad y estar así un paso más cerca de la revolución. Más bien, veo a las élites frotándose las manos de tener que enfrentarse con artistas cuya mayor preocupación es hacerle morder el polvo al lenguaje y doblegar su sintaxis.

A mí es que lo de la autonomía del arte, ya lo dije al inicio, no me pone.


Flaubert, capitán del nuevo surf izquierdista (parte 3)

A pesar de todo, estoy algo más cerca de entender cómo es el apaño de Tabarovksy con el autor de Madame Bovary. La clave está en el dosier sobre literatura argentina que publicó en Letras Libres. Allí dice cosas menos surferas y que, sin perder frescura, complementan a lo dicho en Literatura de izquierda. ¿Por ejemplo? Algo que me parece fundamental para que su propuesta adquiera más consistencia: lo político está en preguntarse por la frase, por qué unas palabras se llaman a otras para intentar construir sentido. Él lo explica así en este largo y algo monolítico párrafo:
Esa tradición argentina aúna, en un solo movimiento, una dimensión política y otra de excentricidad. Es una tradición loca, rara, inclasificable, y que a la vez se plantea —de un modo erudito— las preguntas más radicales sobre el estado de la frase, sobre el estado de la prosa. Excéntrica y política, lo que la vuelve política es precisamente su excentricidad. No hay que entender aquí a excentricidad como sinónimo de frivolidad, esnobismo, arbitrariedad o superficialidad, sino todo lo contrario. Excéntrica es la topografía, el lugar en el mapa de la más radical literatura argentina, y ese lugar lateral, descentrado, menor, es el que le permite leer en clave política el estado de la frase. Porque de eso se trata. De la pregunta por la frase. De la pregunta acerca de qué palabra sigue a qué palabra, y qué otras palabras se descartan. Y cómo esas palabras forman una frase. Y qué frase continúa a esa frase, y cómo las frases producen sentido. Esas preguntas —las preguntas fundantes de la literatura moderna— reaparecen de una u otra forma en esta tradición, y es en particular esa pregunta la que vuelve política a la literatura. Una novela no es política porque hable de dictadores, ni social porque hable de narcotraficantes, ni filosófica porque aparezca Heidegger como personaje. Esa sí es la solución sencilla, trivial. Insignificante. Es la literatura que viene preparada para ser reproducida, publicitada por el mercado (¡La gran novela sobre Argentina!, solo porque figura el dictador Videla o un desaparecido.) Lo que vuelve política a la literatura es la pregunta por la frase. La decisión sobre qué palabras y qué frases es lo que vuelve político a un texto. Esa pregunta, y esa tradición, por supuesto, abarcan muchas literaturas. Pero en esta tradición de excentricidad argentina está presente, y es especialmente productiva.

Ese fragmento, escrito en 2014 —o al menos publicado en esa fecha—, dialoga plenamente con el ensayo de 2004 —publicado en España en 2010— y lo coloca, como gustan decir los anglosajones, en otro nivel. Ahí es mucho más clara la conexión con la obsesión flaubertiana por la frase. Ahí sí.

Lento que es uno al entendimiento, qué va a ser.


Hacia el punto final (prometido)

Tengo una vida y debo continuar con ella... Quiero decir: dejo fuera de esta reseña otros asuntos, pero no es por pereza; este blog y este libro se están merendando el tiempo que debería usar para trabajar, tomar unas cañas con los amigos, leer otros libros, etcétera. Además, he citado 5 artículos donde ampliar cuestiones que otros explican mejor que yo, y si con esos artículos no alcanza hay muchos más en la red; solo es cuestión de buscar. Por mi parte, es hora de cerrar este chiringuito.

Dejo fuera, por ejemplo, conversar sobre esa comunidad imaginaria que Tabarovsky coloca tan afuera de todo —ni siquiera en el margen— que no sé dónde ubicarla... (¿Es que alguien puede estar fuera del capitalismo o de la cultura de masas, esto es, ocupar un punto en el espacio donde no llegue su radiación?) También dejo para otro momento la insistencia en que no se puede narrar, en la irreparable fractura o en «la pérdida de la inocencia narrativa». (Si no se puede narrar, ¿para qué molestarnos en narrar entonces?, ¿para decirle a los demás que no se puede narrar?) Y, en fin, dejo otras dudas e inquietudes para el siguiente asalto con este ensayo.

Porque eso es lo mejor que puede decirse de Literatura de izquierda: es un libro para fajarse con él, frase por frase, página por página, libra por libra, como sostiene Quintín
Ese libro trazó un mapa de la literatura argentina y esbozó su historia reciente, propuso un canon y dividió a los escritores en grupos. Es un libro estimulante, divertido, audaz, con el que es imposible no pelearse (ya lo hice, y supongo que lo seguiré haciendo), pero imposible no reconocerle que representa una manera de pensar la literatura nacional que nunca se había expresado tan claramente por escrito. Hay un antes y un después del libro de Tabarovsky. Al menos periodísticamente. Quiero decir, que la noticia es la publicación de Literatura de izquierda, un libro único en su tipo
Por suerte, no solo sirve para pensar la literatura argentina, sino cualquiera. De hecho, la polémica desatada por el ensayo de Tabarovsky en su país nos da una segunda definición sobre qué es la literatura de izquierda: aquella que polemiza con el lector y lo obliga a pelearse con el texto, esto es, aquella que entiende la lectura como el choque entre dos inteligencias que, a través del conflicto intelectual, consiguen generar pensamiento nuevo. O dicho de otro modo: es una literatura que evita la complacencia consigo misma, con el lector y con los valores que estandariza el mercado. Es una literatura que te (se) calza los guantes de boxeo.

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Actualización  (24/09/15): Esta serie de tres entradas sobre Literatura de izquierda terminó con una cuarta dedicada a un intercambio epistolar entre Damián Tabarovksy e Ignacio Echevarría.

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