11 de octubre de 2015

El viento que arrasa, Selva Almada


El viento que arrasa (Mardulce, 2015), de Selva Almada, tiene todo lo que una buena novela de clima necesita. A saber: un entorno desolador, un territorio singular, un tiempo narrativo acotado, un calor que raja —literalmente— la tierra, una tormenta de proporciones bíblicas en ciernes y, claro está, un viento caliente que lo envuelve todo «en un sopor infernal» y es capaz de secar el alma de cualquiera. Todo está impregnado aquí de tensión narrativa. Todo es pura inminencia, sensación de que alguna ficha está descolocada y arrastrará el dominó completo en el momento más inesperado.

Es aquello de la obra de teatro donde hay un clavo en una de las paredes del escenario a la espera de que algún personaje se decida a usarlo para ahorcarse. Pero también es aquello de que el paisaje es un personaje más, de que no se puede vivir a 40 ºC en mitad de un páramo perdido y pensar que eso no condicionará tu identidad, tus actos, tu manera de vivir. El clima —en el sentido narrativo y en el literal— y el paisaje son dos elementos fundamentales en esta novela.

Encuentros casuales en un taller mecánico

La acción transcurre un día de verano en algún punto indeterminado del norte argentino, en la provincia del Chaco. El decorado básico lo componen una carretera secundaria, el «polvo de los caminos abandonados por vialidad nacional» y un taller que hace las veces de gasolinera y casa particular de un tal Brauer. Alrededor, un páramo donde el follaje crece de manera irregular, los árboles están torcidos y negros gracias a los rayos que descargan las tormentas y los pájaros, de tan quietos como están sobre las ramas, parecen embalsamados. Aunque no lo parezca, Brauer y su cementerio de coches averiados, más una docena de perros, hacen las veces de oasis en el desierto.

Con todo, alguien se detiene allí de vez en cuando. Hace algunos años, por ejemplo, paró un autobús del que bajó una mujer con un niño pequeño. Ella buscó a Brauer, le recordó que se encamaron no sé cuándo y le dijo que Tapioca, el niño que la acompañaba, era también hijo suyo. A continuación, le explicó que ya no tenía dinero para mantenerlo y que se iba a Rosario a buscar trabajo. Brauer aceptó que el chico se quedara con él; quizá le enseñara el oficio cuando creciera. Han pasado varios años de aquello y Tapioca es ahora su ayudante; sin embargo, Brauer aún no ha encontrado el momento oportuno para aclararle que es algo más que un ahijado.

Casualidades que se dan en las novelas, en esa misma estación de servicio, un día de verano aparecen el reverendo Pearson y su hija Leni. El reverendo es un pastor itinerante: su casa es la carretera y recorre, sobre todo, las provincias de Corrientes, Entre Ríos y el Chaco, una zona que le resulta propicia porque abunda la inmigración gringa, las iglesias protestantes y el tipo de público, como su amigo el reverendo Zack, al que dirige sus sermones: 
... la gente abandonada por los gobiernos, los alcohólicos recuperados que se han convertido gracias a la palabra de Cristo, en pastores de pequeñas comunidades: hombres que durante el día el trabajan de albañiles, a la tardecita venden biblias y revistas puerta a puerta, y los domingos se paran frente a un auditorio sin la fortaleza que les daba el alcohol y hablan con un discurso tal vez torpe, pero sostenidos y marchando con el combustible de Cristo.
De tanto ir y venir por la ruta, esa mañana su coche se ha roto y, gracias a un caritativo camionero que los remolca, su hija y él llegan hasta el taller de Brauer.


Gringos, gatos rojos de cemento y un perro que lo huele todo

Casi cada página de El viento que arrasa está recorrida por un aire turbio, enrarecido. Esa brisa extraña comienza con los nombres de los personajes —Brauer, Pearson, Tapioca, Leni, Zack—, que traslucen la particular demografía de la zona, una región fértil a la migración europea de la primera mitad del siglo XX. Y continúa por los topónimos —Pampa del Infierno, Tostado, Gato Colorado o Bermejito—, que parece elegida para que el Diablo sople y deje constancia de la temperatura de su aliento.

De hecho, es tan singular el territorio literario que suena a inventado y deudor del Santa María onettiano o del Yoknapatawpha faulkneriano. Sin embargo, según Google Maps, todos esos pueblos existen. Es más: son tan reales como «... los dos gatos de cemento, pintados de rojo furioso, sentados sobre dos pilares a la entrada del pueblo, ubicado en la frontera entre Santa Fe y Chaco». Parte del encanto de esta novela reside ahí, en esos detalles narrativos que chispean como fuegos artificiales y dotan de profundidad a la propuesta estética.

Lo que no puede verificar el lector y, sencillamente, debe creer es el olor del páramo donde Brauer tiene su taller. El olfato de Bayo, uno de sus perros, nos lo empieza a describir así en el capítulo 16:

Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, sino de mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse. El olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de los animales, del microcosmos que palpita debajo de las bostas: semillitas, insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores de ese pedacito de suelo umbrío.

El olor de las plumas que quedan en los nidos y se van pudriendo por las lluvias y el abandono, junto con las ramitas y hojas y pelos de animales usados para su construcción.

El olor de la madera de un árbol tocado por un rayo, incinerado hasta la médula, usurpado por gusanos y por termitas que cavan túneles y por los pájaros carpinteros que agujerean la corteza muerta para comerse todo lo vivo que encuentren.

El recuento olfativo continúa cuatro párrafos más. En ellos, sinestesia mediante, vemos qué clase de mamíferos habitan aquellas tierras —osos mileros, zorritos, gatos de los pajonales—, el tipo de cultivo que hay —algodonales—, los ranchos mal ventilados donde abundan las vinchucas —causantes del Mal de Chagas— o el basural que limita con el pueblo más cercano, un pueblo con barrios sin red cloacal. Lo dicho: el viento trae y lleva mucha información en esta novela.

Cuatro personajes algo existenciales

Además de por la tensión atmosférica, esta novela destaca también por los cuatro personajes que se reparten el protagonismo: Pearson, Brauer, Leni y Tapioca. Los dos primeros funcionan como antagonistas entre sí, mientras que los respectivos hijos, de algún modo, les hacen de contrapunto. Entre todos urden una trama existencial —¿un poco Di Benedetto?— donde se hilvanan los turbios aires mesiánicos de Pearson, el hastío vital de Brauer, la infancia infeliz de Leni y la bisoñez con que Tapioca se asoma al mundo.

Así, descubrimos que el reverendo Pearson llegó a esto de la religión de carambola. De hecho, su madre no profesaba fe alguna y lo bautizó en «las mugrientas aguas del Paraná» porque en la radio le habían dado mucha publicidad a la llegada de un pastor evangélico a la ciudad. Es más: ella nunca se creyó los vehementes y aplaudidos sermones de su hijo; en todo caso, consideraba que se le daba muy bien embaucar a la gente y que, gracias a eso, los dos habían salido de pobres y tenían de qué vivir. Y, ojo, le estaba agradecida por ello; sin embargo, para mortificación de su vástago, ella veía en lo suyo un oficio, no una vocación o una iluminación.

Por su parte, a Brauer tampoco le parece que el reverendo sea trigo limpio. Eso sí, si bien considera que el sermoneo de Pearson no es «la lengua de Dios» sino «palabras meloneras», a él no le molesta lo de la religión, siempre y cuando sea algo personal y nadie intente evangelizarlo a él o a su ayudante. Cada quien que se encomiende a los dioses que quiera; los suyos son el tabaco —tiene los pulmones podridos—, la cerveza, los coches averiados y los perros. Él es más hombre de problemas mecánicos que espirituales.

La hija del reverendo, Leni, está de acuerdo a medias con la visión de Brauer. A ella, por un lado, le fascina la oratoria y la capacidad que tiene su padre para enardecer a un auditorio; por otro, desconfía de alguien que siempre sonríe «pletórico de fe» ante cualquier adversidad, que prefiere ejercer de mesías a desempeñar el papel de padre o que le ha hurtado una explicación de por qué hace diez años abandonó a su madre en mitad de la carretera. También está cansada de esa vida itinerante donde solo existen la siguiente iglesia y el próximo pueblo polvoriento, y nunca un hogar al que volver.

Por último, el tímido Tapioca, a los 16 años, sabe poco de la vida: él es un árbol más del paisaje, otro de los perros que hacen compañía a Brauer. De hecho, su madre ni siquiera ha vuelto a visitarlo y su mentor es un hombre poco dado a la efusividad. Así las cosas, Leni le parece una chica de mundo y Pearson, un tipo que sabe de cosas raras, como eso del cielo, el infierno o el alma. Él, que pensaba que todo empezaba y terminaba en Brauer, ve alterada de repente su reducida cosmovisión y tiene que recolocar la información en su cabeza.

Desde el Chaco, rumbo al matadero

El viento que arrasa
es una novela donde lo que se calla tiene tanta densidad o más que lo dicho. La carga está ahí, latente, a la manera carveriana. Diseminados por todo el texto y escondidos tras una estructura no lineal, el lector encuentra los detalles suficientes para reconstruir una trama de la que va sabiendo a fogonazos: mientras una línea de tensión avanza en el presente de ese día de verano, la otra viaja hacia atrás en el tiempo, recoge sermones de Pearson o, como en el capítulo 16, lleva la omnisciencia hasta el olfato de un perro para contarnos algo a través del olor del sitio. Y todo hecho con una gran economía de medios, como si se tratara de vaciar el texto y dejar un tenso hueco dentro.

En conjunto, la novela deja un poso parecido al de las películas de Lucrecia Martel: un clima narrativo asociado a un espacio geográfico. Si en el caso de Martel ya no hay manera de pensar Salta sin que te venga a la cabeza la atmósfera opresiva de La ciénaga o de La niña santa, algo similar sucede con Selva Almada y el territorio sobre el que levanta su sólido, potente y genuino edificio narrativo. Tras la lectura de El viento que arrasa, ya no es posible pensar en el Chaco argentino sin recordar el clima agónico que envuelve estas 160 páginas. Es más, no es posible hacerlo sin que el reverendo Pearson, a lo Robert Mitchum en La noche del cazador, te guiñe un ojo y trate de evangelizarte:
Yo les digo: mañana es ahora.
¿Por qué dejar pasar el tiempo, el invierno, sus heladas, el verano con sus tempestades? ¿Por qué seguir mirando la vida desde el borde del camino? No somos reses para mirarlo todo desde detrás del alambrado, esperando que llegue el camión de carga y nos deposite a todos en el matadero.
Somos personas que pueden pensar, sentir, elegir su propio destino. Todos ustedes pueden cambiar el mundo.

*

P.D.: Más adelante también reseñé Ladrilleros y Chicas muertas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario