18 de octubre de 2015

Ladrilleros, Selva Almada

El norte de la Argentina no es un país amable ni con las mujeres ni con los homosexuales; en particular, si hablamos de personas que pertenecen a la clase baja. Algo así nos viene a contar Ladrilleros (Lumen, 2014), una novela que como la anterior de Selva Almada, El viento que arrasa (Mardulce, 2015), pone el foco en lo rural, detiene su cámara sobre un microcosmos, da voz a un par de familias del humilde barrrio de La Cruceña  y explora el hedor a masculinidad que envuelve ese sitio. Si bien de un modo distinto a la anterior, esta es también una novela de clima y de personajes.

Eso sí, el andamiaje constructivo de una y otra obra es distinto. Si en El viento... Almada construía una suerte de hueco tenso —una especie de «hueco del dónut», por seguir la idea que leí hace tiempo en un ensayo de Cristina Cerrada— y jugaba con lo no dicho, en Ladrilleros su intención es la contraria: abunda la información, comete algún exceso narrativo, se permite alguna digresión... Pero, vamos, sin desmelenarse: la novela tiene 196 páginas. En cualquier caso, se nota que tenía ganas de hacer algo distinto, de no repetirse.


De putos, reyes del mambo y otros machos

En conjunto, Ladrilleros, ya digo, huele a macho. O mejor dicho: a una suma de aromas masculinos que recogen las peores esencias del heteropatriarcado. Así, la novela nos muestra a ese macho que se obstina en que sus pequeños rencores se conviertan «en piedras» y estropeen, si es necesario, la apacible convivencia de su familia con la vecina. Ya se sabe: varones que prefieren el conflicto y la fricción constante antes que solucionar los problemas.

También apreciamos la fragancia que acompaña al esposo que, perpetrado el matrimonio, se aferra a sus privilegios masculinos y se autoproclama Gran Rey del Mambo. Es el típico que practica el absolutismo doméstico, que hace y deshace a su voluntad en el hogar, y que incluso consigue que su esposa trabaje por él, que sea ella quien mantenga económicamente a la familia y le financie sus vicios. Por supuesto, este especímen siempre tiene mejores cosas que hacer antes que trabajar: ir al bar, jugar a las cartas, hacer el vago en casa, pelearse con alguien, etc. En general, el susodicho suele adornarse, por desgracia, con una cualidad extra: zurra a su mujer e hijos porque sí, porque es el rey y quiere seguir siéndolo.

Por último, y sin pretender ser exhaustivo, hay una tercera esencia: la del varón que todavía dice puto como insulto. El que se aferra a esa palabra como el peor agravio contra la identidad de otro hombre; como si puto fuera más despreciativo que mongólico, hijo de perra, tonto del culo o infradotado mental; como si ser puto fuera peor que ser corrupto, mentiroso, pederasta, golpeador, putero, violador o cualquier otra lindeza similar. Para ellos, ninguna desgracia supera a tener un hijo puto o descubrirse a sí mismos como putos reprimidos, sin darse cuenta de que esa intolerancia —homofobia— los hace más vulnerables que fuertes.


El barrio como microcosmos narrativo

Otro de los olores que trae consigo Ladrilleros es el del barrio, en concreto el de uno humilde situado en una zona rural del Chaco. La Cruceña tiene calles de tierra, luce casas antiguas en estado de ruina y es habitado por familias a las que parece no importarles que antes hubiera allí una fabrica de taninos (supongo que contaminante...). Son gentes que viven donde pueden, no donde quieren, y que tienen oficios en los que se trabaja mucho y se gana poco: la cosecha del algodón, una tienda de ultramarinos, una pequeña ladrillería, etc.

En La Cruceña no es raro que algunas madres y algunos padres abandonen un buen día al resto de la familia. Tampoco es infrecuente que las chicas se queden preñadas antes de los 16 años, o que a los 27 vayan ya por el tercer hijo porque, como vemos a través de Celina, a veces follar es la única diversión gratuita de la que disponen y, como cualquier otra persona, también quieren divertirse. Es más: el «amor carnal» es el único modo que tienen de sentir que aún le importan algo a su pareja, y hasta de fantasear que todavía están a tiempo de construir una familia feliz.

Los barrios así, según nos muestra Ladrilleros, suele envolverlos una sociedad donde la violencia está tan normalizada que los heridos y muertos en las peleas callejeras ocupan menos espacio en los periódicos del que deberían. Fajarse los unos a los otros a la salida del bar es tan habitual, tan deporte de machos y borrachos, que a nadie le extraña que luego esos padres peguen a sus hijos o que esos esposos les den palizas a sus mujeres. Y hasta parece que lo aceptamos, que lo vemos como propio de la naturaleza humana (nunca como un daño colateral del sistema político del que nos hemos dotado). En sociedades así, los asesinatos machistas todavía son calificados de «crímenes pasionales» y apalear a un niño es una decisión educativa en la que nadie debe inmiscuirse.


Los hombres que merecemos

A través de Ladrilleros vemos con qué clase de relaciones de pareja deben conformarse muchas mujeres de La Cruceña. Así, Estela, una de las protagonistas, es una chica tan hermosa —varios años reina del carnaval— que podría haberse casado con un buen partido y desclasarse hacia arriba dos o tres peldaños; de hecho, se han interesado por ella algunos gringos con tierras y los ingenieros de la desmotadora. Sin embargo, la linda de Estela prefirió engancharse con el no menos lindo Elvio Miranda, que procede de una familia de ladrilleros del barrio, pero cuyas grandes virtudes son ser «timbero, simpático y vagoneta».

Eso, claro está, tiene sus inconvenientes para ella. Miranda es el típico que hereda un próspero negocio familiar, piensa que el dinero se hace solo y, en dos días, casi hunde la empresa apostando en las carreras de galgos (ilegales, si mal no recuerdo). Y, ojo, no es que no le gustaran los ladrillos; al contrario: «le gustaba su oficio, pero por encima de todas las cosas, le gustaba el juego». Pese a todo, Estela se enamora de él hasta las trancas y, si bien sabe que «su marido era un tarambana», se autoconvence de que «en el fondo, sería un buen padre». Apreciación algo discutible desde el momento en que él está en el bar y ella pariendo a solas en el hospital al primer hijo, Marciano.

Por su parte, Celina es la menor de tres hermanas. Su padre es un señor catalán viudo y muy posesivo, tanto que ninguna de sus otras dos hijas ha conseguido ennoviarse con la fiereza suficiente como para independizarse de su yugo emocional y, ya de paso, de sus obligaciones como trabajadoras en el negocio familiar. El negocio es una pensión donde se alojan los trabajadores que viene a la cosecha del algodón. Uno de esos trabajadores, Oscar Tamái —aindiado, pintón y que va de «pájaro libre» por la vida—, será quien saque a Celina de allí y se case con ella ante la oposición familiar. En consecuencia, Celina quedará a merced de Tamái para lo malo... y para lo peor.

Tamái es un regalo envenenado. En la parte positiva solo cabe anotarle que fue útil para que Celina se independizase del padre y que folla muy bien. Casi todo lo demás habría que ponerlo en el debe, pues a Tamái lo que le gusta es ejercer de Gran Rey del Mambo y hacer lo que le da la gana; es más: lo suyo es ir de pueblo en pueblo, de trabajo en trabajo, de pendencia en pendencia —como la que arrastra desde hace años con su vecino Elvio Miranda— y, probablemente, de mujer en mujer. A él la vida familiar le parece un aburrimiento: una esposa o unos hijos son un estorbo; no una razón por la que sacrificarse.

Repartidas así las cartas, esto es, con estos padres y madres sueltos por el mundo narrativo de Ladrilleros, resulta sencillo imaginar el difícil futuro que espera a sus hijos. De hecho, la novela nos habla de las complicaciones que surgieron en las vidas de Marciano Miranda y Pajarito Tamái —los respectivos primogénitos— por venir de las familias que venían, la educación que recibieron y el lugar donde crecieron. También cómo uno de ellos, a modo de conclusión, se termina preguntando si en ese pueblo todo tiene que ser siempre tan violento, tan «a la fuerza», si no sería mejor emigrar a Entre Ríos, que es más verde y más acuático.

Argentina también es lo rural

Las novelas de Selva Almada amplían y enriquecen la idea reduccionista que muchos se han forjado sobre la Argentina. En el caso de los lectores españoles, esa idea no va más allá de la Ciudad de Buenos Aires y, con suerte, de la Patagonia. En ese sentido, si bien El viento que arrasa y Ladrilleros son ficción —no hay documentalismo ni nada parecido en ellas—, son obras que pueden dialogar, por ejemplo, con las crónicas de El interior, de Martín Caparrós, publicado el año pasado aquí. Almada, en vez de aportar una mirada periodística sobre la mortalidad infantil, la pobreza o los efectos de la sequía en la economía chaqueña, construye atmósferas y perfila personajes y conflictos narrativos que permiten imaginar con mayor precisión cómo es esa provincia (y otras que se le parecen).

En el caso argentino, y a tenor de lo que he leído en la prensa de allá —véase 1, 2 y 3—, la literatura de Almada obliga a pensar el país también en clave rural, y no solo urbana (la preferida por las editoriales y medios de comunicación). También pone sobre la mesa la eterna tensión entre el centralismo porteño y la periferia —que tiene algún parecido con el «todo se cuece en Madrid y Barcelona»— y reavivar la no menos eterna polémica de si la autora merece o desmerece tanta atención mediática, de si hablan de ella porque hay que compensar los excesos del centralismo, etcétera, etcétera.

Por último, algo relevante en estas dos novelas de Almada es que sus personajes pertenecen a la clase baja, algo que siempre supone un riesgo literario. Por un lado, porque los pobres y la gente humilde, en general, son los grandes marginados de la llamada alta literatura; por otro, porque cuando esas gentes aparecen en las narraciones suelen ser sometidas a diversas cirugías estéticas —costumbrismo, pintoresquismo, tremendismo, etc.—, destinadas todas a convertir lo narrado en algo más literario, esto es, más dócil al gusto —a los prejuicios— de las clases medias y altas (que son quienes compran los libros, fijan la idea de canon literario o buscan caudal simbólico a través del rito de la lectura). En el caso de Selva Almada, por suerte, el lector encuentra humildad, precisión y ganas de comprender el mundo que la rodea. También la sensación de que si ella no contase las historias de esos personajes, casi nadie lo haría.


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PD. Reseña de El viento que arrasa, también en el blog.

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