22 de noviembre de 2015

Irrupciones, Mario Levrero (parte 2)

Esta entrada sobre Irrupciones (Criatura Editora, 2013), de Mario Levrero, tuvo su primera parte la semana pasada... Y, por lo que leo al final del todo, puede que incluso tenga una tercera la que viene. ¡Paciencia!
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Un teatro donde entretenerse


En muchas de sus irrupciones, Levrero aparece como un tipo convencido de que el mundo está lleno de gente «que hace payasadas» para divertirlo. De hecho, cualquier escena cotidiana, por irrelevante que pueda parecer a ojos del lector, termina considerándola como un «glorioso espectáculo para un solo espectador consciente: yo». Y ese show puede desatarlo cualquier inanidad: un tipo que se ríe mientras habla desde su teléfono móvil, una mujer que parece que va acompañando a su madre o abuela a no sé dónde... La realidad, bien mirada, puede ser un teatro.

Levrero apuesta por conservar la capacidad de sorpresa infantil donde la mayoría de los adultos verían solo lo tedioso (o lo romántico) de lo cotidiano. Está en juego aquello de observar cualquier escena de la vida como si fuera la primera vez. Este fragmento de la conversación que tiene con su hijo Juan Ignacio puede darnos una clave de lectura al respecto:
Estábamos sentados a la mesa y Juan Ignacio, de unos ocho años, insistía con mucho tesón en que le contara una historia, o un chiste, o le planteara un acertijo, cosas que solían ser habituales en nuestros almuerzos de esa época. Como yo no tenía ganas, o había agotado mi repertorio, le respondí con impaciencia, mientras él tomaba un vaso de agua para llevarlo a los labios:

—Ignacio, ¿vos te creés que el mundo es un circo, y que está lleno de payasos para divertirte? —dije.

—Sí —respondió; luego bebió lentamente el agua que quedaba en el vaso—. Y vos sos uno de ellos —concluyó, mientras apoyaba el vaso en la mesa.
Levrero parece deslizarnos, como suele decirse, subrepticiamente, una idea conocida: los niños guardan algunas claves sobre cómo mirar este mundo y disfrutarlo con mayor plenitud. Ellos todavía conservan esa mirada fresca y repleta de posibilidades maravillosas que les permite hacer convivir en un mismo plano imaginación y realidad. Todo se ofrece ante sus sentidos con una textura diferente, con una perspectiva ajena a la lógica adulta, con una libertad insultante. Toda esa sabiduría es la que hemos perdido los adultos y, según entiendo, Levrero anhelaba para sí y para su literatura.


Levrero, el extirpador de saurios

Algo que también deja claro esta colección de 126 textos es que debió de ser complicado convivir con su autor. Como en La novela luminosa, El discurso vacío o Diario de un canalla, nos encontramos con alguien cuya hipersensibilidad —por intentar resumirlo en una palabra— lo condiciona en su vida social. Así, por ejemplo, es imposible olvidar las 7 entregas que le dedicó a un agujero que se hizo en un jersey de color celeste y la subsiguiente odisea comercial que eso desató en pos de uno nuevo. ¿Que por qué tanto lío? Entre otras razones porque Levrero dice padecer una enfermedad relacionada con la electricidad estática y la lana, algo que le vuelve incómodo casi cada jersey que se prueba.

En serio: es más sencillo atracar un banco a cara descubierta y con una cucharilla de café en la mano que acompañar a este buen hombre a comprarse ropa.

Eso sí, la aventura, además de dar esas vueltas y revueltas hipersensibles, también tiene tiempo para entregarse a reflexiones serias. Al final, la prenda elegida como sustituta es un jersey que, por las indicaciones que da, tiene toda la pinta de ser de la marca Lacoste. Sin embargo, para disgusto de su esposa, Levrero llega a casa y se pone a rasquetear «el saurio con la uña». Ella, horrorizada, le dice que «está loco» y que «ese dibujito» es «una marca prestigiosa, un símbolo de distinción». A lo que él le contesta que si algún día ella lo ve «comprando algún objeto» para prestigiarse «con su marca», que, por favor,  le pegue «un tiro, porque para qué seguir viviendo así».

Y antes de emprender la cirugía final armado con un cúter, añade lo siguiente:
También le dije que a los jugadores de fútbol les pagan por llevar propaganda en la ropa, y a mí no solo no me pagaban nada sino que me habían cobrado bastante por el buzo, y que qué clase de estúpido le parecía que era yo para andar haciéndole propaganda gratis a nadie. Mientras hablaba seguía rasqueteando el dibujo con la uña; probablemente todavía se adivinara que se trataba de un saurio porque la marca es conocida, pero visto objetivamente a cualquiera le habría parecido más bien un loro con las plumas alborotadas.
En algunos actos de Levrero hay más política y toma de posición frente al discurso dominante que en muchos palabreríos inflamados, previsibles y vacuos que otros nos endilgan por ahí. Descoser las marcas de la ropa o las zapatillas que llevamos podría ser un acción notable a la hora de descosernos nosotros mismos de la sociedad de hiperconsumo en la que vivimos.


Tres párrafos sobre las ideologías

Levrero apenas le dedicó espacio a la política en sus irrupciones. Salvo por alguna referencia tangencial a Ángel Rama —con cuya aproximación a la literatura discrepa—, juraría que estos tres párrafos de la irrupción n.º 42 son los únicos en la materia. Además, aclaran dónde se coloca Levrero a la hora de construir su literatura:
Siempre me pregunté dónde estaría la fuerza de las ideologías (y llamo ideología a toda forma de la ideología), para convencer a la gente de tantas cosas absurdas y obligarla hasta a dar la vida por ellas. Y nunca había encontrado respuesta hasta que me di cuenta de que esta clase de preguntas solo puedo contestarlas mirando hacia mí mismo.

En algún tiempo yo también profesé algunas de estas colecciones de ideas ajenas, y también yo traté de imponerlas a los demás. Me miro a mí mismo en aquellos tiempos y pienso: ¿por qué lo hacía?

Con este método es muy fácil encontrar una respuesta: lo hacía, descubro, porque para poder vivir en el mundo me parecía más fácil arreglar el mundo que arreglarme a mí mismo.
No estoy muy al cabo del asunto, lo advierto de antemano, pero juraría que una posible evolución levreriana fue de militante de las juventudes comunistas a existencialista kafkiano y, de ahí, a idólatra del psicoanálisis junguiano, las novelas policiales y la parapsicología. Todo salpicado por algunos episodios donde tiene sus más y sus menos con Onetti y su alargada sombra. Ya digo: no estoy muy al cabo de los pormenores... Pero todo sea por escribir y no callar, y hasta quizá por alumbrar los párrafos anteriores, y quizá incluso los venideros.


La publicidad: ese oscuro organizador de nuestra esclavitud

No todas las funciones que daban en el teatro mental levreriano eran divertidas. Había unas cuantas que le hacían percibir la sociedad como un entorno hostil. En varios de sus textos transmite la sensación de sentirse rodeado por un ambiente que tiende a uniformizarlo todo y que sospecha de «aquello que sale fuera de lo regular y previsible». Y él, cuyas actitud y expectativas vitales rompían con muchas convenciones sociales, debió de pasar más de un mal rato.

También se muestra susceptible a algo que, por desgracia, es moneda corriente hoy: la publicidad invasiva. De hecho, carga con tanto furor contra ella que parece reservarle uno de los asientos más distinguidos en el trono del Eje del Mal. En una de las irrupciones sostiene que en cada persona habita un niño imbécil y que, precisamente, es a ese imbécil a quien va dirigida la publicidad. En otro par de artículos se queja del uso de técnicas de propaganda hitlerianas para bombardear a las personas en cualquier momento, situación o lugar. Con todo, el culmen lo alcanza cuando relaciona la publicidad con lo tanático y el psicoanálisis:
El problema de la muerte es el problema del yo. Por eso, quizás, como cada vez se quiere poner mayor distancia con la idea de la muerte, y nos quieren prolongar la juventud y que luego desaparezcamos limpiamente sin que los demás se enteren demasiado de los detalles... por eso tal vez aceptamos ser masificados por la publicidad, por los líderes, por las infinitas formas del trance y del olvido de la vida que nos ofrecen, cada día más, esos oscuros organizadores de nuestra esclavitud.
Antes de ponerse así de existencial, Levrero, como era de esperar en él, venía hablando de Charlie Brown y de Snoopy, a quien se le había ocurrido decir en algún cómic: «¡Soy demasiado yo para morir!». Y eso, claro está, había disparado la reflexión levreriana. En cualquier caso, a partir de ahora, cada vez que alguien se presente ante mí como especialista en marketing, publicidad o algo similar, pensaré lo mismo que Levrero: ¡ah, un oscuro organizador de nuestra esclavitud!

*

Si los hados me son favorables, es probable que haya una tercera entrada... Otra cosa es que pueda ser la semana que viene. Ya se verá. Paso a paso. Entre tanto, quien quiera más, puede leer la primera parte de este texto o entretenerse con estocon esto otro.

Actualización (13/12/15). Al final, hubo dos entradas más: la 2,5 y la 3 (más la previa, claro).

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